Conferencias Mujeres Célebres: Sor Juana Inés de la Cruz. Francisca Moreno

Conferencias Mujeres Célebres: Sor Juana Inés de la Cruz. Francisca Moreno

Sor Juana Inés de la Cruz.

 Razón y pasión: los caminos del deseo.

Paqui Moreno. Historiadora del Arte y profesora 

Noviembre, 2022

Sor Juana Inés de la Cruz es una figura sobradamente conocida. Fue famosa y reconocida ya en su tiempo y sigue siendo la gran figura del barroco en lengua castellana, a la altura de todos los grandes del Siglo de Oro.  Cuando tantos autores de éxito en su momento han caido  en el olvido, ella se sigue leyendo, su  teatro se sigue representando y su poesía, como ocurre con todos los clásicos, es absolutamente actual y nos sigue emocionando.

De su obra literaria les hablará con más solvencia que yo Toña en su intervención, yo trataré en estos minutos de presentarles la trayectoria vital de esta extraordinaria mujer que desborda los límites de su tiempo.

Ella es desde luego la gran excepción de la situación de la mujer en la historia de la cultura. Eduardo Galeano, en un artículo publicado en los primeros años de la década de los noventa, escribió: “...en su función tradicional la mujer es hija devota, abnegada esposa, madre sacrificada, viuda ejemplar. Ella obedece, decora, consuela y calla. En la historia oficial esta sombra fiel solo merece silencio, a lo sumo se le otorga una que otra mención a las mujeres de los próceres. Pero en la historia real otra mujer asoma por entre los barrotes de la jaula. A veces no ha habido más remedio que reconocer su existencia, es el caso de Sor Juana Inés de la Cruz, que ni ella misma, pudo evitarse tan alto y perturbador talento”.  Me parece un acierto genial la concisión con que la presenta Galeano: una mujer que ni ella misma pudo evitarse tan alto y perturbador talento. Un talento por el que fue ampliamente celebrada y apoyada, pero también mezquinamente censurada por los personajes más poderosos de las letras, la política y la Iglesia.

Si hay una figura femenina que a través del tiempo seduce poderosamente, esa es Juana Inés Ramírez de Asuaje. No es solamente la mujer de gran belleza que nos muestran sus retratos, ni es solamente una inmensa poeta y escritora de teatro y ensayo, tampoco es simplemente una monja, no es sólo una mujer sabia y un ejemplo raro de agudeza intelectual. Ella encarna el heroísmo de todas las luchas que a lo largo de la historia se han emprendido a favor de la libre determinación de los individuos. Su propia vida es un testimonio de los derechos del entendimiento, del derecho a pensar, y es también una apasionada acusación a quienes han pretendido mantener a la mujer en un sometimiento que restringe su valor intrínseco y sus derechos frente a la sociedad. Ninguna voz es más clara y precisa en su mundo y en su tiempo que la suya cuando defiende la dignidad de la mujer, el imperativo de su acceso al saber y su función insustituible en la educación de los pueblos. Excepcional desde todos los puntos de vista, sigue ejerciendo hoy un fuerte atractivo sobre quienes nos acercamos a su figura.

 Nació en 1648 o 1651, la fecha no se ha podido establecer de forma definitiva todavía, en la hacienda de San Miguel de Neplanta y, probablemente antes de que cumpliese los tres años, su madre la llevó a la hacienda de Panoayan en Amecameca, a no mucha distancia de la ciudad de México, el lugar situado en un bellísimo paisaje enmarcado entre dos volcanes, que siempre consideró su hogar y donde vivió la infancia en compañía de sus tíos y abuelos.

Sus abuelos eran andaluces, de San Lúcar de Barrameda, Doña Beatriz y don Pedro, quienes siendo muy jóvenes habían embarcado con rumbo a Nueva España, él viajaba solo para hacer fortuna y ella viajaba con sus padres. No sabemos la fecha de ese viaje ni si ya se conocían antes de partir o se conocieron en las incómodas jornadas compartidas en el barco, pero en algún momento se enamoraron y se casaron en 1604. Para cuando se celebró la boda, tanto él, tratante de ganado mayor y arrendatario de tierras de labor, como la familia de la novia que aportó una considerable dote, habían tenido éxito en sus respectivas empresas.

Los abuelos de Juana Inés tuvieron once hijos, siete hombres y cuatro mujeres, que fueron criollos por haber nacido en el virreinato, la pareja estableció haciendas en al menos tres lugares arrendando las tierras a los conventos que tenían la propiedad de las mismas, se relacionaron con las gentes principales de la comarca y tenían contactos en la corte. Sabemos que fueron un matrimonio feliz porque don Pedro en su testamento, además de las disposiciones prácticas para la herencia, manifiesta expresamente que había sido un hombre dichoso por haber tenido la suerte de compartir la vida con doña Beatriz. Por todo ello podemos asegurar que la niña Juana Inés nació y vivió su infancia en un entorno acomodado.

La madre de Juana Inés, Isabel Ramírez, nunca contrajo matrimonio pese a haber tenido dos parejas con quienes procreó al menos seis hijos. Permaneció analfabeta toda su vida por lo que jamás pudo leer ninguna obra de su célebre hija. Hay que destacar que su analfabetismo no fue excepcional, sino absolutamente común en las mujeres de su época, en su caso sorprende porque su padre, D. Pedro, además de emprendedor en los negocios, era un buen conocedor de los clásicos latinos y había reunido una biblioteca considerable. A pesar de no saber leer ni escribir, fue una mujer emprendedora y capaz, a la que su padre nombró en su testamento administradora de la hacienda, tarea que desempeñó eficazmente por más de treinta años.

A finales de los años cuarenta o principios de los cincuenta entró en la vida de Isabel Pedro de Asuaje, él tenía casi sesenta años y ella rondaba los veinticinco, tuvieron tres hijas: Josefa María, nuestro personaje de hoy, Juana Inés, y María. Su relación duró sólo unos cuantos años y tras su abandono, Isabel inició una relación con el capitán de lanceros Diego Ruiz Lozano Centeno con quien tuvo un hijo y dos hijas. Por consiguiente, tanto Juana Inés como sus hermanas y hermano fueron hijos ilegítimos. Esta situación familiar no era tan inusual ni tan indecorosa como lo ha sido en épocas posteriores, el amancebamiento entre criollos era muy común, Pilar Gozalbo Aizpuru, en su obra Familia y orden colonial, afirma que casi la mitad de los nacimientos entre criollos eran ilegítimos.

Por todos estos hechos documentados, sabemos que Juana Inés, nació y vivió la infancia, en una zona rural, habitada sobre todo por indígenas, en las dos haciendas de su abuelo convivió con indios de los que aprendió el idioma nahuatl y con las familias de los esclavos africanos de las que absorbió sus ritmos. Muy temprano descolló su excepcional talento por el que se la conoció como “la niña prodigio de América”. En su único texto autobiográfico: Respuesta a sor Filotea de la Cruz, ella misma nos cuenta cómo aprendió a leer.

“... no había cumplido los tres años de edad cuando, enviando mi madre a una hermana mía, mayor que yo, a que se enseñase a leer a una de las que llaman Amigas, me llevó a mí tras ella el cariño y la travesura; y viendo que la daban lección me encendí yo de manera en el deseo de saber leer, que engañando, a mi parecer, a la maestra, la dije que mi madre ordenaba me diesen lección. Ella no lo creyó, porque no era creíble, pero, por complacer el donaire, me la dio. Proseguí yo en ir y ella en enseñarme, ya no de burlas, porque la desengañó la experiencia; y supe leer en tan breve tiempo, que ya sabía cuando lo supo mi madre, a quien la maestra lo ocultó por darle el gusto por entero y recibir el galardón por junto; y yo lo callé, creyendo que me azotarían por haberlo hecho sin orden. Aún vive la que me enseñó (Dios la guarde), y puede testificarlo.”

Este hecho, que Sor Juana describe como una pequeña travesura, revela mucho de su carácter, cuyos rasgos esenciales fueron la curiosidad, la determinación y la fascinación por la aventura intelectual. Con esta transgresión inició literalmente su carrera hacia el conocimiento. Además de muy curiosa, fue Juana Inés una perfeccionista. Por aquellos años, según nos cuenta ella misma, se abstuvo sistemáticamente de comer queso porque alguien le dijo que afectaba a su habilidad de aprender, seguramente en esta conducta se halla en germen el autocontrol que mostró al final de su vida, cuatro décadas después.

Apenas con siete años de edad, tuvo el primer triunfo poético, componiendo por encargo del párroco de Amecameca, para la fiesta del Santísimo Sacramento una loa con todas las cualidades métricas que se requerían. Lógicamente para que una composición como esta le fuera encargada a una niña, ya tenía que haber comenzado a correr la fama de su precocidad literaria. En la respuesta a sor filotea nos habla así de su amor al estudio:

“Teniendo yo como seis o siete años, y sabiendo ya leer y escribir, con todas las otras habilidades de labores y costuras que deprenden las mujeres, oí decir que había universidad y escuelas en que se estudiaban las ciencias, en México; apenas lo oí cuando empecé a matar a mi madre con instancias e importunos ruegos sobre que, mudándome el traje, me enviase a México, en casa de unos deudos que tenía, para estudiar y cursar la universidad; ella no lo quiso hacer, e hizo muy bien, pero yo despiqué el deseo en leer muchos libros varios que tenía mi abuelo, sin que bastasen castigos ni reprensiones a estorbarlo: De manera que cuando vine a México, se admiraban, notando del ingenio, cuánto de la memoria y noticias que tenía en edad que parecía que apenas había tenido tiempo para aprender a hablar”.

En 1655 murió su abuelo y su madre, abandonada ya por Pedro de Asuaje, empezó su relación con el capitán de lanceros Diego Ruiz de quien tuvo su primer hijo al año siguiente. Por esas fechas envió a Juana Inés, a vivir a Méjico bajo la tutela de su hermana María, casada con D. Juan de Mata. Los Mata eran ricos comerciantes y estaban muy bien relacionados con la corte, en su casa además de aplicarse al estudio, aprendió contabilidad y economía, se relacionó con las familias más acomodadas y pronto fue famosa en la ciudad por su inteligencia. 

 En 1664, fue destituido el corrupto conde de Baños y los nuevos virreyes, el Marqués de Mancera don Antonio Sebastián de Molina y Salazar y su esposa, doña Leonor de Carreto, cuando llegaron a la ciudad de Méjico, ya habían oído hablar de ella y quisieron conocerla. Los dos eran hábiles y experimentados políticos, su virreinato que duró diez años y se distinguió por su refinamiento cultural. Doña Leonor y Juana Inés desarrollaron una muy buena relación, fue nombrada dama de honor en la corte y, con trece o diez y seis años, se trasladó a vivir al palacio virreinal donde la joven impresionó tanto por su belleza como por su inteligencia. En la corte pudo observar la ambición de las élites, las corruptelas de los funcionarios, el clientelismo y las aspiraciones de un sinfín de cortesanos. No sólo aprendió a vivir con su refinado protocolo, también aprendió a tratar con los poderosos, estableciendo una red de contactos con gente riquísima que después le sería de gran utilidad. En poco tiempo se ganó el afecto de los Virreyes, con tacto y prudencia supo darse a querer teniendo ya plena conciencia del mecanismo que rige el favor de los poderosos.

En el palacio virreinal conoció al jesuita Antonio Núñez de Miranda, confesor y consejero de los virreyes, el hombre más inteligente y culto de Nueva España al que llamaban “biblioteca viva de los jesuitas” y “oráculo universal” quien, deslumbrado por la inteligencia de la muchacha, pagó al bachiller Martín Olivas para que le enseñara latín y ella lo aprendió en veinte lecciones. Otra anécdota que nos ilustra sobre su carácter y su nivel de autoexigencia es que para aprovechar estas lecciones, ella misma se imponía castigar su belleza, sabiendo que su melena era uno de sus principales atractivos y se cortaba el pelo si no conseguía avanzar al exigente ritmo que ella misma se imponía. Este rigor para consigo misma también le sirvió para triunfar sin un linaje que la respaldara en la corte más importante de América.  Estas veinte lecciones de latín y las de la maestra de la escuelita de Amacameca que le enseñó a leer fueron su única educación reglada, todo lo demás fue constancia autodidacta, tenacidad del deseo. Lo destaco porque se ha hecho tanto hincapié en la inteligencia de Sor Juana Inés que a menudo se olvida este aspecto, su aplicación y su esfuerzo constantes en el estudio.

Su genialidad causaba admiración, envidia e incluso miedo, el arzobispo de Méjico llegó a poner en duda que todo ese conocimiento fuera natural y no sobrenatural en una mujer, con lo que eso significaba en esta época en que la Inquisición era tan activa. Para zanjar la cuestión, el Marqués de Mancera organizó una sesión pública en la que cuarenta sabios la sometieron a examen en distintas materias: Teología, Historia, Literatura, Matemáticas y Ciencias. Años después, ya en Madrid, el propio marqués describiría así lo que pasó ese día en una sala de su palacio: “A la manera que un galeón real se defendería de pocas chalupas que le envistieran, así se desembarazada Juana Inés de las preguntas, argumentos y réplicas que tantos, cada uno en su clase, le propusieron”.

Pero este examen que le proporcionó tanta fama y elogios, también aceleró la decisión que ella sabía que tenía que tomar: matrimonio o convento.  Para su desmesurada afición al estudio y a las letras, la celda de un convento era lo más cercano a los templos del saber, cuyas puertas estaban cerradas a las mujeres.  Optó pues, por el convento y, aconsejada por el padre Núñez de Miranda que ya era su confesor, entró el domingo 14 de agosto de 1667 en la orden de carmelitas descalzas, pero, seguramente por el rigor de la misma (mala alimentación, muchas horas de tareas domésticas y oración y pocas o ninguna de estudio) cayó gravemente enferma y, por indicaciones del médico, en noviembre del mismo año abandonó el convento para ingresar tres meses después, en febrero de 1668, en una orden menos severa,  en el convento de Santa Paula de monjas jerónimas donde profesó un año después, no sabemos qué enfermedad padeció en las carmelitas, posteriormente estuvo gravemente enferma de tabardillo (tifus) y períodos continuos de salud frágil marcaron ya su vida. 

Al contrario que en el de carmelitas, en el convento de jerónimas regía la “vida particular”, es decir, que tras las tareas comunitarias, las monjas disponían libremente de su tiempo, la regla era menos rigurosa y la mayoría de las celdas eran de dos pisos con alcoba, estudio, estancia, cocina, baño y habitación para la servidumbre. La dote para el ingreso era de 3000 pesos en oro que pagó su padrino don Pedro Velázquez de la Cadena, su madre le regaló una esclava para su servicio y su confesor, el padre Antonio Núñez de Miranda, costeó la fiesta a la que asistieron los virreyes y las personas más destacadas de la Iglesia y el poder civil. Las jerónimas estaban sumamente contentas, pues no había otro convento en Nueva España que contase con una religiosa entre sus filas que tuviera acceso directo al oído de los virreyes.

El mismo año en que profesó, fue también el año de su entrada oficial en el mundo de las letras. Pensemos que autores tan precoces como Góngora o Quevedo no habían conseguido publicar sus poemas a tan temprana edad como sor Juana Inés vio impreso el suyo, con diez y seis o diecinueve años, según la fecha de nacimiento que se tome.

Durante los diez primeros años de su estancia en el convento, dos hombres de gran prestigio intelectual y enorme poder en la Iglesia novohispana fueron los que más influyeron en la vida de sor Juana, por un lado su confesor, Antonio Núñez de Miranda que desaprobaba cualquier actividad mundana de su hija espiritual,  y por otro el arzobispo de Méjico y virrey durante unos años, fray Payo Enríquez de Ribera, admirador y protector de la monja, bajo cuya autoridad directa estaba el convento de San Jerónimo, que la apoyaba en su afán por el estudio y la animaba a defenderse de las críticas que la mediocridad y la envidia le procuraban con frecuencia dentro y fuera del convento.  Entre estas dos personalidades tan distintas, uno jesuita y otro agustino, forjó sor Juana su manera tan particular de lo que significaba ser esposa de Cristo.

Cuando Fray Payo solicitó volver a España, los nuevos virreyes serían Tomás Antonio de la Cerda Enríquez de Ribera y María Luisa Manrique de Lara y Gonzaga, marqueses de Laguna, personajes de gran importantes la vida de Juana Inés, sobre todo la condesa, mujer sumamente culta y escritora también, de la misma edad que ella con la que estableció una estrecha amistad que pervivió aún después del regreso de los marqueses a España donde María Luisa Manrique se ocupó de que la obra de la monja se publicara y se conociera en la corte desde donde se difundió por todos los territorios del Imperio. En su doble cargo, los marqueses, sucedieron a Fray Payo como virreyes, pero como arzobispo lo sucedió el clérigo Francisco Aguilar y Seijas, ascético y moralista, de carácter diametralmente opuesto al culto y refinado fray Payo, severo e intransigente, veía incompatible la condición de religiosa de sor Juana Inés con el carácter profano de gran parte de su obra lo que, a la larga, tendrá consecuencias importantes en la vida de la monja.

La llegada de los marqueses de Laguna fue importante para la proyección y el prestigio de Sor Juana desde antes de que se conocieran porque para el recibimiento de los virreyes se realizaron dos arcos de triunfales y el encargo de su diseño y su programa iconográfico recayó en las dos mentes más privilegiadas de su generación. El cabildo civil encargó el que se levantó frente al palacio virreinal al jesuita Carlos de Sigüenza y Góngora, sobrino de nuestro poeta Luis de Góngora, amigo de sor Juana y asiduo visitante de su locutorio. El que se levantó frente a la catedral, se encargó a sor Juana, no sin reticencia de varios canónigos que no veían apropiado hacer un encargo de esa envergadura a una mujer, pero ella declinó hacerse cargo temiendo lo que su director espiritual opinaría al respecto. Fray Payo, en su doble condición de virrey y arzobispo impuso a la monja hacerse cargo de este proyecto, considerando que era la persona más capaz de llevarlo a cabo. Sor Juana se vio obligada a aceptarlo, sabiendo que su confesor no lo aprobaría, y teniendo muy poco tiempo para ejecutar un proyecto en el que intelectualmente se jugaba tanto, porque además del diseño de las imágenes y los poemas explicativos que las acompañaban en el arco, había que redactar un libro de bienvenida que sería entregado a los virreyes explicando el programa iconográfico. El tema que eligió fue Neptuno, rey de las aguas, como alegoría de los condes de la Laguna en torno al cual redactó  un ensayo en el que brilló su erudición y su  dominio del lenguaje en el barroquismo propio de la época.

El Neptuno Alegórico disparó su prestigio, pero la falta de sumisión a sus directrices incomodaron a su confesor hasta el extremo de asegurarle que perdería su alma y criticar su dedicación a las letras profanas en público entre su círculo de amigos, cuando lo supo Sor Juana decidió romper con él y lo hizo por escrito  en una valiente carta, en la que argumentó una a una sus razones y sus derechos y, aunque por haber roto con el padre Antonio no se vio libre de agresiones y contrariedades que siguieron llegando revueltas con los aplausos, sí logró con este gesto valiente un triunfo a favor de la libertad personal, ese valor imponderable, cuya encendida defensa bastaría para situarla entre las mujeres más notables de la historia. Libre ya de ataduras, en los diez años siguientes desarrolló lo más notable de su producción literaria.

Además del prestigio, el Neptuno Alegórico le supuso un ingreso de doscientos pesos, una cantidad importante, para hacernos una idea del valor en la época, diez años después compró una segunda celda por trescientos pesos. Hay que destacar que Sor Juana Inés fue una monja rica. Tenía ingresos regulares escribiendo por encargo villancicos y autos sacramentales para las catedrales de Méjico, Puebla y Oaxaca, poemas laudatorios y obras de teatro para representar en el palacio virreinal o en las casas nobles de la ciudad de Méjico. Invertía su dinero y también el de algunos de sus familiares con habilidad. En el convento, desempeñó diversos cargos, fue archivera, despensera, encargada de las compras de suministros, y a principios de los años ochenta cuando los ingresos habían caído drásticamente en San jerónimo y la situación económica era angustiosa, las monjas recurrieron a ella que fue elegida contadora, cargo que se renovaba cada tres años y para el que siempre fue reelegida hasta su muerte. Los conventos en Nueva España funcionaban como organismos financieros y prestamistas, Sor Juana Inés en poco tiempo reorganizó las inversiones y mejoró las rentas del convento, lo que nos da idea de su habilidad para la administración y la contabilidad.

            En veinticinco años reunió en su celda, además de un número considerable de aparatos científicos e instrumentos musicales, una biblioteca de cuatro mil volúmenes, según su primer biógrafo Diego Calleja, aunque el número parece exagerado, de lo que no cabe duda es de que la suya fue una de las biblioteca privadas más importantes de la época, invirtió mucho dinero en ella aunque no todos sus libros los compraba porque, como desde muy joven era la mejor sonetista de América y una autoridad intelectual, tanto autores como editores enviaban como regalo lo que publicaban esperando un comentario suyo.

Apartada como mujer de las cátedras universitarias donde se impartía el conocimiento, mantuvo durante muchos años el locutorio más activo de Nueva España al que acudía la flor y nata de la sociedad y de la intelectualidad: teólogos, poetas, estudiantes, músicos, misioneros, gobernantes, astrónomos… Unos para probar la consistencia cultural de sor Juana Inés, otros para incrementar sus conocimientos con las informaciones que la monja les podía proporcionar y los más para disfrutar de su conversación. El enorme conocimiento que acumuló y compartió una y otra vez con sus amigos, no fue el único elemento que los llevaba al locutorio. Numerosos testimonios afirman que, si escribía bien, era mayor placer escucharla. Podía en una misma tertulia hablar de las enrevesadas disputas teológicas de la época y minutos después improvisar versos en español, en nahuatl o en latín.

Estando en la cumbre de su fama, cuando su libro Inundación Castálida  se había reeditado hasta cuatro veces en un año en España y recibía cartas de Lima, y Portugal celebrando su ingenio, su arte y su ambición de gloria,  algo muy  grave sucedió en la vida de sor Juana para que, en febrero de 1693, decidiera volver a pasar por el año de noviciado y suspendiera sus contactos con el mundo exterior.

El hecho desencadenante de este drástico cambio de vida ocurrió precisamente en el locutorio, En una de sus disertaciones rebatió los argumentos del padre Vieria, un jesuita portugués y una autoridad en cuestiones teológicas, con argumentos tan impecables que alguno de los discípulos intelectuales que acudían a aprovechar sus conocimientos, le pidió que se los pusiera por escrito para estudiarlos. No sabemos quién se lo pidió, pero debió ser un asiduo y persona de confianza porque lo complació, tampoco sabemos cómo este escrito llegó a las manos del obispo de Puebla que, sin su conocimiento ni su autorización, lo publicó con el título de Carta Atenagórica, (es decir carta de Atenea, la diosa pagana de la sabiduría). En la misma publicación la reconvenía pública y severamente, la amenazaba con la perdición eterna por atreverse a tratar de teología, y lo hizo de forma torticera, porque en lugar de hacerlo como sacerdote lo hacía como monja, Sor Filotea de la Cruz. Todo el mundo y Sor Juana también, sabían que se trataba de un pseudónimo para hacer más humillante la situación.

Bien sabía sor Juana que si el mundo la aclamaba era por el esplendor de su talento, pero también sabía que ese brillo suele cegar a los mediocres. Tardó tres meses en contestar, tres meses en que se acumularon nuevos ataques en su contra, por eso en la Respuesta a Sor Filotea de la Cruz, no se limitó a contestar la misiva del obispo. En ese documento que es único en la literatura española, sor Juana responde a todos sus impugnadores, denuncia la cerrazón lamentable del tiempo en que vivió y levanta la voz para defender la libre determinación de los individuos y el respeto debido al entendimiento. La Respuesta a Sor Filotea es una deliciosa autobiografía, el más vivo, el más cálido y el más equilibrado de sus escritos en prosa y en opinión de Alberto Salceda, la Carta Magna de la libertad intelectual de las mujeres de América.

Pero en algún punto de este proceso seguido con agudo interés por sus seguidores y sus detractores, la presión la quebró, dejó de escribir, se reconcilió con su confesor, el ya muy anciano Antonio Núñez y, tras un segundo noviciado, renovó los votos. Las cinco “protestas de fe” que redactó y firmó con su sangre para esta segunda profesión en 1694 son sus últimos escritos conocidos.

Según sus primeros biógrafos, donó sus libros, sus joyas, sus instrumentos científicos y musicales a los pobres y dedicó sus dos últimos años a la penitencia y la oración hasta que murió víctima de la peste en 1695. Pero investigaciones más recientes ponen en duda esa versión, el hecho de que siguiera haciendo préstamos particulares con su dinero, que le pidiera al menos a dos hermanas monjas que le guardaran cantidades importantes de dinero en sus celdas hacen pensar que no se desprendió de sus bienes, y de sus bienes más preciados, por propia voluntad.

Francisco Ramírez Santacruz en una publicación de 2019, sostiene que el arzobispo Seijas, que desaprobaba abiertamente su dedicación al estudio, bajo cuya autoridad directa estaba y la tenía desde hacía años en el punto de mira, aprovechó la polvareda levantada por Sor Filotea para confiscar sus bienes, pues fue él quien se encargó de liquidarlos y asignar las ganancias a las distintas obras benéficas que sostenía.

Sea como fuere, sus dos últimos años de vida fueron de silencio, y aunque muchas de sus obras se han perdido o no han aparecido aún, su prestigio no ha parado de crecer, porque la grandeza de sor Juana estriba más que en lo que escribió en lo que siempre quiso ser, mujer libre, develadora de misterios, cultivadora fiel del entendimiento. Ella misma es la obra, el triunfo de la determinación personal.

 

           

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