Zenobia Camprubí. Francisca Moreno Fuentes.

Zenobia Camprubí. Francisca Moreno Fuentes.

Como todos ustedes saben, Zenobia fue la mujer, la musa, la compañera y el sostén  de Juan Ramón Jiménez, el primer poeta español galardonado con el premio Nobel. Está bastante extendida la idea de que esta mujer inteligente, moderna, culta y muy bien relacionada, condicionada por el gran egocéntrico con el que compartió su vida, renunció a su vocación, a su carrera literaria, para dedicarse por entero a promocionar la de su marido.

Yo misma estaba en esta convicción antes de empezar a interesarme por ella para este trabajo que les presento hoy. Sin embargo, después de profundizar algo más  en su vida y en su obra, estoy convencida de que Zenobia fue una mujer  que pudo elegir y eligió la vida que vivió junto a Juan Ramón, con quien formó una pareja que se amó sinceramente y no por ello renunció a su desarrollo profesional en los campos en los que ella misma eligió trabajar. Además de una mujer alegre, sensata y  emprendedora, fue una persona honesta, que potenció y sacó partido a sus capacidades que eran muchas, pero también supo ver sus limitaciones, apostó por su deseo y fue consecuente hasta el final.

Es cierto que escribió durante toda su vida, se han publicado sus diarios, por los que conocemos su trayectoria desde su juventud hasta su vida en el exilio, también los textos de sus conferencias, sus trabajos académicos y  numerosos relatos y poemas. Por todo ello conocemos a la mujer culta, inteligente, incluso brillante, pero nada en ellos deja traslucir  la capacidad poética ni el genio literario. Corroboro esto que digo con las palabras de la propia Zenobia (en Juan Ramón y yo)

“... como no me casé hasta los veintisiete años,  había tenido tiempo suficiente para averiguar que los frutos de mis veleidades literarias no garantizaban ninguna vocación seria.  Al casarme con quién,  desde los catorce,  había encontrado la rica vena de su tesoro individual,  me di cuenta,  en el acto,  de que el verdadero motivo de mi vida había de ser dedicarme a lo que era ya un hecho y no volví a perder el tiempo en fomentar espejismos”.

Aunque solo fuera por la radical honestidad de estas palabras suyas ya sería merecedora además de nuestro respeto, de muestra admiración. Fue, como veremos, una mujer emprendedora con un gran sentido práctico y según todos los testimonios contemporáneos, estaba permanentemente alegre. Parece que fue este rasgo de su carácter, esta alegría natural, su sentido positivo de la vida, lo que sedujo al maniático y depresivo Juan Ramón,  cuando la conoció en 1913, quien en una entrevista de esa fecha afirma:

Ella es una muchacha que, claro, no diré que sea mejor que todas las demás, porque en el mundo hay muchas, muchísimas mujeres de valía, pero uno ha de hablar en relación con aquellas que conoce y yo, de cuantas he encontrado es la mejor. Es agradable, fina, alegre, de una inteligencia natural, clara y que tiene “gracia”... No cabe duda de que son palabras de un hombre enamorado. Enamorado de una mujer  muy diferente del modelo femenino de la época, blanca de piel, rubia y de ojos azules, a la que sus amistades llamaban cariñosamente “La Americanita”, además de por su aspecto,  porque hablaba distinto, retardando la frase en español, ya que pensaba primero en inglés, lo hacía todo con gracioso desenfado, se movía con seguridad, como con airosa prisa, era fina y totalmente femenina.

Zenobia, heredó el nombre de su abuela materna, una dama portorriqueña, hija de un hacendado azucarero, educada en Estados Unidos. Granmamá, como ella la llamaba, se había casado a los dieciseis años con Augusto Aymar, un millonario norteamericano que se afincó en la isla caribeña donde criaron y educaron a sus hijos a caballo entre Puerto Rico, Europa y Estados Unidos. De este matrimonio nació Isabel Aimar, la madre de Zenobia.

Uno de los regalos que recibió Isabel cuando nació fue una pequeña esclava, Honorina, una niña cuarterona de siete años que permaneció con ella siempre, aún después de abolirse la esclavitud. Se trasladó con ella a España y a EEUU y le ayudó a criar a sus hijos. Bobita, como la llamaban, tuvo un papel importante también en la vida de Zenobia porque se ocupó de su cuidado como un miembro integrante de la   familia en la que se sucedían criados, niñeras y preceptores.

El padre de Zenobia, Raimundo Camprubí, era ingeniero y fue destinado a la isla para dirigir la construcción de la carretera central, en función de su cargo conoció a lo más selecto de la sociedad portorriqueña y  durante su estancia allí  se casó con Isabel Aymar.

Raimundo e Isabel tuvieron cuatro hijos, Zenobia fue la tercera y la única niña. Cuando ya había nacido el primero, José, el padre fue nombrado ingeniero jefe de los Ferrocarriles del Norte y la familia abandonó Puerto Rico para instalarse en Barcelona donde Raimundo tenía familia. La abuela también se trasladó con ellos y ocupó un piso del barrio de Gracia vecino del de su hija. Destaco este hecho porque la influencia de estas dos mujeres, su madre y su abuela, a las que siempre se sintió profundamente unida, va a ser decisiva en la vida de Zenobia.

La familia tenía el nivel de vida propio de la gran burguesía catalana de finales del siglo XIX. La residencia habitual era un lujoso piso del centro de Barcelona y pasaban las vacaciones de verano en Malgrat de Mar, en el Maresme, donde tenían alquilado un palacete de estilo colonial con jardín, huerto, árboles centenarios y hasta  un pequeño lago con una cascada. Fue allí donde nació Zenobia en 1887 y donde pasó los primeros veranos de una infancia mimada y feliz. En sus escritos recoge  recuerdos de esta casa.

Ella y sus hermanos eran bilingües desde la infancia, hablaban en casa siempre en inglés con su madre y entre ellos, todos aprendieron además francés e italiano. Los hermanos varones fueron a colegios de prestigio y, en cuanto tuvieron edad, estudiaron en universidades de EEUU, pero la niña, Zenobia, fue educada en casa por su madre y conforme iba creciendo se fueron contratando preceptores para completar su formación en idiomas, literatura, historia, música… Fue la abuela  quien le enseñó  a escribir en inglés, su muerte cuando tenía ocho años afectó profundamente a la niña que, en su juventud, escribió y publicó varios relatos con ella como protagonista que dan fe de la unión y sintonía de abuela y nieta.

Con nueve años hizo un primer viaje a Estados Unidos, su madre y ella acompañaron a su hermano José que entraba a estudiar derecho en la prestigiosa universidad de Harvard. De regreso a España le esperaban nuevos cambios de residencia en función de los destinos de su padre, primero en Taragona y después en Valencia. Pero ya no guarda buenos recuerdos de esta etapa. Tenía mala relación con su padre, a lo que hay que añadir que sus padres, nunca fueron una pareja bien avenida, provenientes de culturas tan diferentes, tenían también frecuentes desacuerdos. Aunque cinco años después volvieron a vivir juntos, en 1904, cuando Zenobia tenía diecisiete años, decidieron separarse de forma amistosa y su madre se trasladó con ella y sus hermanos a vivir a EEUU donde ya los esperaban familiares afincados desde la generación anterior, todos muy adinerados y muy bien relacionados con la élite social y política de la que formaban parte. Zenobia disfrutó mucho estos años, en una entrada de su diario en (29 marzo, 1909) escribe “Estoy tan encantada y tan entusiasmada con todo, que no creo que haya ni una persona que disfrute la vida más que yo”.

Instalada en Newburg, cerca de Nueva York, va a conferencias, a conciertos, hace excursiones, sale a comer y de compras con amigas, sigue escribiendo y publicando relatos en inglés, como ya lo venía haciendo desde los catorce años, lee mucho, mantiene una copiosa correspondencia, y además inicia ahora algo que ya va ser una constante en su vida, la redacción de sus diarios.

Los diarios de Zenobia se han publicado bajo los títulos de Diario de Cuba, Diario de Estados Unidos, Diario de Puerto Rico, y son una lectura imprescindible  para conocer, tanto la vida cotidiana del matrimonio Juan Ramón-Zenobia como la vida del exilio español. No ha sido hasta 2015 que se han publicado los diarios de juventud, escritos precisamente durante esta primera estancia americana, y lo primero que sorprende es que no lo hace por iniciativa propia, sino por una imposición de su madre como herramienta de formación.

Lo inicia en 1905 y en la primera página escribe: “Este diario no es un registro de mis pensamientos y sentimientos, no es para ordenar lo que hay en sus páginas. Podría seguir los estadios de evolución que ha habido desde mi infancia hasta mi etapa de mujer, que se han mantenido conforme a los deseos de mi madre. Recientemente me ha pedido que haga una entrada diaria en este libro para registrar mis acciones durante el día. Puedo usar un lenguaje telegráfico si lo prefiero porque el objeto de este libro simplemente es hacer que me dé cuenta de las pocas cosas útiles qué hago durante el día. Mi único deseo es que mi madre me dé una referencia de qué cosas útiles contar de mi vida”.

Eso explica el tono de este diario, de lectura tediosa, ya que en él se limita a consignar de manera concisa sus quehaceres, porque más que un diario juvenil, es un registro de actividades para ser supervisado. Por él sabemos qué tareas domésticas organiza, a quien visita, a quien recibe, sabemos que la visita Henry Shattuck, compañero y amigo de su hermano, pero no que la corteja, sabemos el tiempo que dedica a la lectura, a escribir relatos y poemas, pero no qué está leyendo, si le gusta más o menos,  ni  qué está escribiendo en cada momento. No vuelca en este diario estados de ánimo ni opiniones personales con muy pocas excepciones, pero estas escasa excepciones son muy jugosas para entender a la joven que fue, como ejemplo, esta entrada del 10 de octubre de 1907 en que se queja del exceso de mimo con que su madre la trata.

 “si tú me quieres lo que debes hacer es sobreponerte a tu generosidad que es opio puro para mí y, por amor a mí, procurar que no me vuelva a enviciar con la decadencia de mi voluntad. Tú comprende que no soy arisca, ni fría sino que, muy por lo contrario, tengo miedo de sucumbir ante tus indulgencias. Yo te suplico que le des la importancia debida a lo que te digo pues estoy justamente en la edad crítica en que se forman las costumbres y el carácter y, si no hago un último esfuerzo ahora, será terrible para mí en el porvenir. No puedo perder confianza en mí misma otra vez porque, si la pierdo,  no acabaré de hacerme una mujer. Figúrate lo hermoso que es el ser una gran mujer y cuánta felicidad puede crear y cuánta desgracia puede causar una que se acostumbra a ser dejada en todo”.

Zenobia siempre fue una hija obediente y cariñosa, y su madre  siempre había mantenido respecto a ella una entrega generosa, pero con el paso del tiempo a medida que envejece, Isabel se vuelve cada vez más absorbente, y, desde 1907 que muere Bobita, más dependiente de su hija, lo que se manifiesta  en un exceso de control y también en un exceso de mimos. A este respecto sorprende la madurez y la claridad con la que  de Zenobia analiza su relación y también la delicadeza con la que se lo expone:

Una anécdota que da idea de su fortaleza de carácter y su sentido del deber es  que en 1909, fue dama de honor en la boda de su hermano José, con Ethel Leaycraft, nieta del dueño de una de las grandes compañías comerciales del país y prima del entonces presidente Teodoro Roosvelt. Pasó todo el día enferma y con fuerte dolor abdominal, pero participó en la ceremonia, atendió a los invitados y cuando hubo terminado, tuvo que ser ingresada y operada de apendicitis.  Entonces tenía 22 años, todavía no conocía a Juan Ramón y ya tenemos esta prueba tan contundente de su espíritu de sacrificio, de su entrega y su abnegación. La madre y la abuela habían  hecho su trabajo.

Ese mismo año vuelven a España, donde el padre tiene un nuevo destino, ahora es ingeniero jefe del puerto de Huelva y residen en La Rábida, en una casa ubicada enfrente del famoso monasterio. Viniendo  de Estados Unidos, Andalucía le fascina al tiempo que  le conmueve la miseria en la que viven los campesinos.  Con el permiso de su padre, organiza en unas dependencias de la casa una escuela, donde enseña a leer y escribir a una veintena de niños, hijos de familias humildes.

A pesar de vivir en lugares tan próximos como  La Rábida y Palos de Moguer, Zenobia y Juan Ramón no se conocerán hasta 1913, cuando ambos residen ya en Madrid. Parece que ella visitaba con asiduidad a una pareja de norteamericanos vecinos del poeta que se enamoró de su voz y su risa que oía desde su casa y ya no cejó hasta que consiguió que se la presentaran, lo que consiguió finalmente ese verano.

 Pero Doña Isabel, que confiaba en que Zenobia se acabara casando con Henry Shattuck, el joven millonario americano, amigo de su hermano José, encontraba al poeta un pretendiente de muy pocas prendas, era una dama muy conservadora y su círculo de amistades compuesto por Gómez de la Serna, Carmen de Burgos, Los Martínez Sierra, Los Cossio y todo el grupo vinculado a la Institución Libre de Enseñanza fundada por Giner de los Ríos hacía que sintiera por Ramón muy poca simpatía. Prohibió las visitas de Juan Ramón así que la pareja se veía de manera semiclandestina para no molestar a su madre y mantenía, a través de amigos, una copiosa correspondencia.

Zenobia comenzó a traducir la obra del poeta indio Rabindranth Tagore que, como es conocido, con el tiempo le cedió en exclusiva los derechos de traducción de su obra. Luna Nueva, un poema en prosa que tanta similitud tiene con  Platero y yo, es lo primero que tradujo, para pubicarlo  pidió a Juan Ramón que lo supervisara a éste le entusiasmó. Sin duda esta afinidad de gustos y actividades, unió más a la pareja.

En un intento por romper esta relación, y propiciar un nuevo acercamiento a Henry Shattuck que además había nombrado administrador único del importante patrimonio  de los Aymar en América, Doña Isabel planeó un viaje Nueva York con su hija, pero el poeta las siguió unos meses después y en 1916 en una ceremonia íntima se casaron en NY por la iglesia. Juan Ramón, agnóstico convencido, cedió en este punto para no empeorar aún más su ya deteriorada imagen a los ojos de su suegra.

Anteriormente a su matrimonio, Zenobia ya comerciaba con artesanía y obras de arte y aprovechó la luna de miel que duró tres meses en distintas ciudades estadounidenses para hacer negocio entre conocidos e instituciones. Posteriormente en Madrid abrirá una tienda de arte y artesanía popular que regentará con su amiga y socia Inés Muñoz. También amueblaba y decoraba pisos para alquilarlos a extranjeros.

 Compaginaba su actividad comercial con su trabajo como traductora de la obra de Tagore, con quien mantuvo frecuente correspondencia, al tiempo que desarrolló una amplia labor social y cultural. Fundó junto a Victoria Kent el Lyceum Club, llevó la Secretaría del mismo cuando lo presidía María de Maeztu y era miembro de varios comités en organizaciones dedicadas a atención social, a actividades culturales y feministas, todo esto además de ser la secretaria y la enfermera de su marido, nos da idea de su carácter emprendedor, de su sentido práctico y de una energía excepcional.

            La vida en Madrid será un constante peregrinar de vivienda en vivienda  por la fobia al ruido de Juan Ramón que además, como sabemos, era un hipocondríaco depresivo, pero ni eso, ni los primeros síntomas del tumor que veinte años después acabarán con su vida, hacen mella en su actitud vital. Era la única mujer de su amplio círculo de amistades que conducía su propio coche. De soltera había viajado por toda España, por algunos países europeos y por varios estados norteamericanos. Después de casarse continuó practicando esta gran afición, unas veces acompañada de su marido, pero muchas otras sola o con alguna amiga.

            El estallido de la Guerra Civil, como a todos los que la vivieron, cambiará su vida para siempre. Cuando la pareja abandona España, no piensan que inician un largo exilio, creen que se van por poco tiempo, se llevan poco equipaje y dejan su casa con el archivo y la biblioteca de ambos, así como todas sus pertenencias al cuidado de la asistenta, pero ya no regresarán nunca.

Por indicación expresa de Manuel Azaña, al matrimonio Jiménez-Camprubí, se les expide pasaporte diplomático. La República se apoya en los artistas e intelectuales de prestigio para tratar de ganar apoyos en el extranjero. La pareja llega a Washington recomendados por su cuñada Ethel que, como sabemos, está emparentada con el presidente Roosvelt, pero  sus gestiones son infructuosas, las democracias europeas han firmado el pacto de no intervención y los americanos tienen intención de hacer lo mismo. Fracasada su misión, se trasladan a Puerto Rico, donde tienen compromisos editoriales que gestionar y posteriormente a Cuba por el mismo motivo, residen allí durante un tiempo, pero en la Cuba de Batista, donde la colonia española es afín a Franco, no se sienten cómodos ni seguros y vuelven a Estados Unidos donde residirán en varias ciudades donde Juan Ramón es invitado como conferenciante o en cursos de verano.

La universidad de Maryland, contrata a Zenobia para dar cursos de cultura española y se instalan en una hermosa casa en Riverdale, pero el final de la guerra con la derrota de la república, la dureza del clima  y la dificultad para  comunicarse en Inglés, hacen mella en el carácter depresivo de Juan Ramón que en 1940 tras una fuerte crisis, tiene que ingresar en un sanatorio mental, comenzando así lo que ya va ser una constante entrada y salida de hospitales en función de sus frecuentes recaídas en episodios depresivos severos.

En un intento por animarlo Zenobia le organiza en 1948 una gira por Argentina y Uruguay, donde es recibido con verdadero entusiasmo, y homenajeado en Universidades y Congresos, vuelve a EEUU animado por un tiempo, pero al año siguiente tiene que ser nuevamente hospitalizado.

Finalmente, la Universidad de Puerto Rico, donde tantos amigos tenían, ofreció a Zenobia un puesto de profesora, se trasladan a la querida isla de su madre y  su abuela donde esperaba encontrar un espacio que aportara  tranquilidad al ánimo de Juan Ramón, pero para entonces ya está muy deteriorada la salud de ambos.

El tumor vaginal que dio sus primeros síntomas años atrás,  se ha extendido y hecho metástasis. La operan en Boston y se somete a un agresivo y doloroso tratamiento de radiación, pero ya es tarde, sabe, que le queda poco tiempo de vida y, ni aún entonces, no pierde su sentido del humor. Tres meses antes de morir, en una carta a Francisco Pinzón, sobrino de Juan Ramón, al que nombra albacea, comenta, refiriéndose a las quemaduras producidas por la radiación que le impedían sentarse,”en otras palabras, que sin salir de la isla me he convertido en un ejemplar digno de Okinawa”. Tampoco pierde su sentido práctico, “ La situación de tío J. es lo que me destroza. ¿Qué va a hacer solo en Puerto Rico? Todavía es posible que me puedan operar aunque lo dudo. El orden en que quiero tratar de acabar lo que me queda urgente es “Tercera antología” para el editor Ruiz Castillo, Sala Juan Ramón Jiménez en la Biblioteca y un último esfuerzo para ir a morir a vuestro lado dejándoos encomendado que me lo cuidéis”

Y en septiembre, cuando ya se sabe desahuciada, antes de entrar en el hospital donde morirá días más tarde le escribe “No sé qué decirle a J.R. porque me parece demasiado cruel decirle la verdad”.

Los críticos señalan que hay un antes y un después de Zenobia en la  poética  de Juan Ramón y  nadie le cabe la menor duda de que Juan Ramón no hubiera podido completar su monumental obra literaria, ni alcanzar la gloria y la popularidad sin su apoyo, como él mismo admitía. Pero cuando llegó la noticia del galardón más preciado, el premio Nobel, la musa y fiel compañera que en gran medida lo había hecho posible, había entrado ya en su agonía y moría tres días después.

 Hasta el final llevó el timón de su vida y fue capaz de maniobrar  con inteligencia y decisión en circunstancias que a la mayoría nos harían zozobrar. Yo creo que es inútil preguntarse, tal como se oye con frecuencia,  qué razones pudo tener para atar su vida a un obsesivo melancólico hasta el punto de entrega que hemos visto. Imposible conocer sus razones. La propia Zenobia recogía esta cancioncilla popular que aprendió en Andalucía, en una carta a Juan Ramón:

hay razones que se dan

y son mentiras,

las razones que se callan

son las grandes de la vida.

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