Conferencias Mujeres Célebres: Marie Bonaparte. Francisca Moreno

Conferencias Mujeres Célebres: Marie Bonaparte. Francisca Moreno

Texto íntegro de la conferencia sobre Marie Bonaparte elaborado por Francisca Moreno Fuentes en el ciclo Mujeres Célebres de la Cultura 2023 

Málaga 28 de abril de 2023

Hoy presentamos a una de las grandes damas del psicoanálisis, la princesa Marie Bonaparte, la última Bonaparte como ella quería ser recordada.

            En los diez años que llevamos trabajando en este ciclo de mujeres célebres de la cultura, no es la primera vez que presentamos a mujeres que han hecho aportaciones a la teoría psicoanalítica, como Marie Langer, François Doltó, Lou Andreas Salomé, Sabina Spielrein o Melanie Klein, pero sí es la primera vez que yo participo y he aceptado hacerlo con cierta reticencia. En las ocasiones anteriores, se han ocupado de la presentación los integrantes de este grupo de trabajo que son psicoanalistas y que conocían a fondo su trabajo, lo que no es mi caso ni remotamente.

            La única mujer psicoanalista que había despertado mi interés era Lou Andreas Salomé y no precisamente por sus escritos, sino por su personalidad, capaz de interesar vivamente a Freud, despertar la pasión de dos hombres de la talla intelectual del filósofo Friederic Nietzsche y el poeta Rainer Maria RilKe y de rechazar las proposiciones de matrimonio de ambos.

            De Marie Bonaparte sabía que había sido la impulsora del psicoanálisis en Francia y que se erigió en guardiana de la ortodoxia, junto con Ana Freud, frente a los renovadores de la disciplina, lo que le llevó a enfrentarse con figuras de tanto peso e influencia como Helen Deutsch o Jaques Lacan. No era poco para asustarme y dudar seriamente de si sería capaz abordar y transmitir lo esencial del personaje.

            Pero también sabía que había organizado y financiado la salida de Freud y su familia de Austria cuando la irracionalidad nazi se tornó mortalmente peligroso para ellos. Perteneciente por matrimonio a la casa real griega, era tía de Doña Sofía, nuestra reina emérita y de Felipe de Edimburgo, consorte de Isabel II, a cuya familia alojó y protegió cuando tuvieron que salir de Grecia. También sabía que se había sometido a la cirugía del clítoris buscando curar su frigidez, lo que tampoco era poco para despertar mi curiosidad… y cuando he profundizado en su biografía me he encontrado una personalidad mucho más atractiva de lo que esperaba.

            Era bisnieta de Lucien Bonaparte, el hermano más inteligente, el más capaz políticamente y el más afín a Napoleón, a quien ayudó a encumbrarse a la dignidad imperial desde su cargo de presidente del Consejo. Pero poco después, el emperador lo apartó de los títulos y cargos de gobierno que repartió pródigamente entre sus familiares porque se casó en secreto con Alexandrine Deschams, una plebeya viuda, tan coqueta como guapa, tan codiciosa como coqueta.

            Para cuando renunció a cargos y honores por no renunciar a su matrimonio, Lucien había amasado una considerable fortuna y la pareja vivió en Italia donde compró varios palacios y hasta un principado. Ambos, Lucien y Alexandrine, tenían intereses literarios y escribieron tanto novelas, como poesía y teatro. Pero haber sido excluidos de la familia por contravenir las reglas sociales que regían el matrimonio entre la aristocracia de la época, no impidió que ellos hicieran lo mismo con su sexto hijo, Pierre Napoleón, el que sería abuelo de Marie, la mujer que hoy presentamos, un abuelo al que no conoció pero que idealizó de niña por las historias que de él oía.

            Fue el abuelo Pierre un hombre atractivo, interesado en la cultura como todos los Bonaparte; voluble y aventurero, viajó mucho, fue condenado dos veces por asesinato e indultado por la intervención de su familia; escribió algunas novelas, seductor y mujeriego dejó un buen número de hijos naturales. Se casó con Justin—Eleanor Rufin, a quien siempre llamó Nina, la hija de un obrero fundidor de cobre a espaldas de su primo, el emperador Napoleón III, que anuló el matrimonio. pero tras la caída del emperador, en la III República, se volvieron a casar, sus hijos, Roland y Jeanne, pudieron ver reconocido el derecho al apellido Bonaparte y su esposa el derecho a ser llamada princesa. 

            Nina era una mujer tenaz, pragmática y ambiciosa. Cuando se supo princesa abandonó al marido, harta ya de sus calaveradas, y se dedicó en cuerpo y alma a labrarle un porvenir a sus dos hijos; apoyándose en el apellido Bonaparte, negoció matrimonios muy ventajosos para ambos. Su hija Jeanne se casó con Cristian de Villenueve- Escalpon, marqués de Vence, y su hijo, el príncipe Roland, con la más rica heredera del momento. Esta abuela, modelo de voluntad, es la mujer junto a la cual la pequeña Marie pasó toda su infancia y su adolescencia con un sentimiento total de soledad y la pena profunda de no ser querida.

            El príncipe Roland Bonaparte, padre de Marie, hizo la carrera militar, pero se dedicó a su verdadera vocación: la ciencia; fue un antropólogo, geógrafo y botánico muy reconocido, que desarrolló una extensa obra. Se casó con la hija menor de Franç0is Blanc, dueño del casino de Montecarlo, de balnearios de moda y de muchas posesiones y negocios más.

            Marie Felix Blanc, de carácter dócil e inmensamente rica, se enamoró del gallardo militar que la aisló de su familia desde el mismo día de la boda en el palacio que habían comprado con su dinero. Comprobó pronto que el amor no era mutuo, ni su suegra ni su marido, quien ya tenía una relación amorosa que mantuvo toda su vida, intentaban  disimular que había sido una unión por interés. La princesa Nina Bonaparte ocultó y maquilló su propio origen y no permitió las visitas de la adinerada y plebeya familia de su nuera. Maríe Félix tuvo una vida conyugal corta y triste, cuando quedó embarazada ya estaba muy enferma de tuberculosis y murió un mes después de dar a luz a Maríe.

            Al cuidado de su adusta abuela que no se acercaba a la cuna y menos aún al cuarto de juegos, y con un padre permanentemente ausente, la niña fue criada entre nodrizas, que cambiaban con frecuencia, e institutrices. La princesa Nina Bonaparte velaba sin amor por la niña, valiosa para ella debido a esa gran riqueza que todos a su alrededor mencionaban sin empacho, La princesa Nina la veía como el colofón de las ambiciones de su hijo. Un batallón de personal de servicio, donde se daban rivalidades y envidias, atendían a la niña que oyendo comentarios aquí y allá, creció convencida de que su abuela y su papá, al que adoraba, habían matado a su mamá para quedarse con su dinero. Tal vez estas habladurías oídas en la infancia tengan mucho que ver en el interés que mostró por las mentes criminales cuando ya era una psicoanalista de prestigio.

            Desde su primera enfermedad infantil estuvo sobreprotegida del exterior, con prohibición de salir a la calle o relacionarse con otros niños. Su padre había obligado a su esposa Maríe Félix a testar en su favor, pero sólo pudo hacerse con un tercio de la herencia, por consiguiente, de la supervivencia de su hija dependía que la enorme fortuna heredada por la niña no revertiera en los hermanos de su difunta madre si la pequeña Marie moría antes de la mayoría de edad.

            Bajo la vigilante mirada de la abuela, creció aislada del exterior y sin jugar con otros niños, además durante la adolescencia se vio obligada a llevar un corsé ortopédico para corregir su espalda. Los únicos niños con los que se relacionó fueron los hijos de su tía Jeanne, que visitaban a la abuela con frecuencia, lo que hacía más lacerante su sensación de soledad y de desamor por comparación con ellos, también tomó conciencia de su poco atractivo por la comparación constante con su preciosa prima Jeanne, siempre primorosamente vestida por su madre con puntillas y encajes, mientras a ella la vestía su abuela con ropa práctica, de abrigo, confeccionada en casa al uso de la época.  En sus diarios de infancia y adolescencia recoge con frecuencia la forma poco afectuosa que su abuela tenía de animarla diciéndole que siendo tan rica no necesitaba belleza porque tenía asegurado el matrimonio.

            Educada en casa, el padre se ocupó de su formación en idiomas, despertó con su ejemplo el interés por las ciencias, contrató profesoras y le permitió estudiar pero, a pesar de su insistencia, no permitió que se examinara del bachillerato ni estudiara medicina, su verdadera vocación, porque esto malograría la posibilidad de un matrimonio a la altura que esperaba para ella. Este padre le legó su sed de victorias intelectuales al tiempo que le cercenó el camino al conocimiento, procurando minar en ella la afición al estudio, sin conseguirlo. En este ambiente, Marie creció convencida de que estaba enferma y moriría pronto como su madre.

            Desde niña escribió diarios y lo que llamaba “cuadernos de bobadas” donde consignaba sus vivencias y sus observaciones con una sorprendente capacidad de análisis. Célia Bertin que los ha analizado, afirma que leyendo sus notas y su correspondencia se tiene la impresión de que todo lo que aprendió lo extrajo de sí misma, así como sus gustos tan dispares. Tenía un don extraordinario para la vida, un don que se manifestó muy tempranamente, y que ninguna de las personas de su entorno era capaz de apreciar.

            Su primera experiencia amorosa no pudo ser más traumática, cruelmente engañada por Antonio Leandri.  Años más tarde ella recuerda así al bribón que la enamoró: “yo tenía 16 años y él 38, yo era fea y él muy guapo”. Él era el apuesto abogado que trabajaba como secretario de su padre y vivía con su joven esposa, poco mayor que Marie, en el palacio. Las jóvenes hicieron amistad y de noche, cuando la nodriza ya dormía, invitaba a Marie a su habitación, donde propiciaba que Antoine y Maríe tuvieran algunos momentos a solas en los que había entre ambos abrazos y besos furtivos. Tan cuidadosamente aislada de la vida, cayó en la más burda trampa de un chantajista que explotó su increíble inocencia. Le pedía notas en las que le declarara su amor y en las que figurara expresamente el nombre de los dos. Le escribía cartas apasionadas, pidiéndole que las destruyera una vez leídas y asegurándole que hacía lo mismo con las suyas. Marie volcó toda su pasión adolescente en estas cartas que, por supuesto, Leandri no destruyó.

            La lista de pretendientes a la mano de Marie fue larga, un caballero húngaro, un duque italiano, un junker prusiano, una amalgama de príncipes, uno de ellos austriaco, otro rumano, sería tedioso enumerarlos a todos. Cuando el príncipe Roland descubrió que su secretario, entre otras corruptelas, cobraba por filtrar las solicitudes, lo despidió. Marie sufrió por ello, vive como una pérdida devastadora que la separen de esta pareja, considera injusta su situación, se rebela y su padre permite que la señora Leandri la visite una vez a la semana. Con estas visitas de su antigua amiga comienza la extorsión, sigue pagando el sueldo de Leandri aunque ya no trabaje para ellos y tiene que sobrellevar el chantaje sola y en silencio por vergüenza. Durante cuatro años Marie, sintiéndose más sola que nunca, se refugia en la lectura y la escritura y desarrolla una serie de obsesiones. Hipocondriaca se aísla, voluntariamente ya, más aún de lo que estaba, convencida de que está tuberculosa y morirá con 21 años como su madre.

            Pero cuando cumple 21 años no llega la muerte, lo que llega es su mayoría de edad y con ella una carta solicitándole un millón de francos con la amenaza de hacer públicas sus cartas si no paga. En esta situación no tiene más remedio que confesarle la extorsión a su padre y éste opta por negociar el pago y recuperar los escritos que comprometerían su posibilidad de matrimonio. Su dinero le permite escapar de esta tremenda situación, pero cuando el hombre al que se ha amado se comporta de este modo, resulta ya imposible entregarse por completo al amor, ha muerto algo que ya no podrá resucitar jamás.

            Cuando tiene 23 años fallece su abuela, lo que es para ella una liberación y, concluido el luto, con casi 25 años, acude a su primer baile. Comprueba que no sabe distraerse, duda demasiado de sí misma para envanecerse de su papel de rica heredera y no le infunden respeto los títulos nobiliarios que exaltan a su padre quien, obsesionado como la abuela con su estatus de nobleza,  verá colmadas sus expectativas  cuando Marie permite que la corteje el príncipe Jorge, hijo del rey Jorge I de Grecia y nieto del rey Cristian I de Dinamarca, emparentado con todas las casas reales de Europa, es primo del rey Jorge V de Inglaterra,  del zar ruso Nicolás II y del emperador alemán Guillermo II. A su padre, el príncipe Roland, que se hace llamar Alteza Imperial, sin tener derecho a ello, le ha salido una excelente jugada, pero los títulos traen sin cuidado a su hija, como observó tiempo después Freud, nunca se sabía si hablaba de un perro, de un criado, de una persona cualquiera o de un príncipe, cuando Marie Bonaparte hablaba de alguien a quien quería.

            El príncipe Jorge, trece años mayor que ella, a quien Marie llamaba “Mi palo de caramelo” conquistó pronto su corazón, es un gigante de mirada franca, tranquilo y cortés, desde los 14 años, ha estado muy unido a su tío Valdemar, hermano menor de su padre, almirante de la flota danesa con quien se formó y a quien visita frecuentemente. La princesa Bonaparte y el príncipe griego hicieron una boda de cuento de hadas, ampliamente seguida por la prensa de la época, pero que tuvo una intimidad decepcionante. Rememorando su noche de bodas Marie escribe: …cuando entraste en mi habitación salías de la de tu tío Valdemar, fueron necesarios el calor de su voz, de su mano y su consentimiento para que te atrevieras a venir hacia la virgen. Me tomaste aquella noche con un gesto breve, brutal, como obligándote a ti mismo y disculpándote dijiste: Odio esto tanto como tú. Pero no hay más remedio, si queremos hijos”.

            Tuvieron dos hijos, Pedro y Eugenia. El príncipe Jorge pasará siempre los veranos en Bernstoff, el castillo danés de Valdemar a quien Marie llama “mi segundo marido” y sus hijos llaman “papá two”. Los primeros años de su matrimonio, Marie lo acompaña y hace una buena amistad con Marie de Orleans, la esposa de Valdemar, que le ayuda a entender su situación. Su papel en la familia real la obliga a viajes de representación en coronaciones, bodas y funerales de miembros de la realeza, cumplidos sus compromisos oficiales, vive el resto del año entre Atenas y París donde, libre ya de la tutela paterna, abre su propio salón donde recibe, como no puede ser de otra manera, a políticos, aristócratas y miembros de las casas reales europeas de paso por París pero también, y es lo que más le interesa, a los científicos y escritores más destacados del momento.

            Desempeña con gran clase su papel de alteza real, entregándose a él generosamente. En la Guerra de los Balcanes se ocupa del traslado de heridos en el barco hospital que ella misma ha donado. Su actividad, provechosa para los demás, lo es también para ella. Tras haber sido tutelada durante tanto tiempo, descubre de pronto que puede ser eficaz y llevar a buen término acciones prácticas. Para sus contemporáneos, la princesa Marie de Grecia es ahora una bella mujer, una hábil mujer de mundo en extremo sofisticada, conocida por su generosidad. Sin embargo, su invalidez interior no tardará en empobrecer su vida más aún que en el pasado.

            Como siempre, la lectura y la escritura son su refugio, se encariña mucho con Gustave Le Bon, médico, sociólogo, gran viajero, autor de La psicología de las masas y Las leyes psicológicas de la evolución de los pueblos, quien la anima mucho a seguir escribiendo y a publicar lo que escribe. Tras algunos artículos en prensa publicará su primer libro en 1919 que titulará Meditaciones sobre la guerra, en el que despliega ya su originalidad y su independencia de pensamiento.

             Pero también busca remediar su insatisfacción más profunda, la homosexualidad de su marido le provoca pena e ira, se siente más desvalida que ante un adulterio, fuerte por la inteligencia y vulnerable por la sensibilidad, experimenta más que cualquier otra mujer el insulto contra su sexo, le hace sufrir no poder rivalizar con los cuerpos masculinos que admira Jorge. Aunque busca otras parejas, algunas entre los propios familiares de su marido, sigue llena de dudas respecto a su aspecto físico y su capacidad de seducción. Su matrimonio no le ha dado seguridad alguna en ese aspecto y sus experiencias amorosas fuera del matrimonio tampoco. Con la honestidad y la profundidad de análisis que la caracteriza, recoge su experiencia en el cuaderno que tituló Los hombres que he amado. Hasta que con treinta años conoció a Aristide Briand, que contaba por entonces cincuenta y uno y había sido cuatro veces presidente del gobierno (lo sería once veces durante su carrera y veinte veces ministro), este brillante hombre de estado se enamora perdidamente de ella, su relación duró más de cuatro años. Tardó mucho en permitirle una intimidad completa, los primeros tiempos recuerdan más a las prácticas medievales del amor cortés que a una relación de verdaderos amantes, lo que llama la atención teniendo en cuenta la ligereza con la que había entrado en otras relaciones. Sus encuentros se prolongaron durante toda la Primera Guerra Mundial, viéndose cuando podían y escribiéndose cuando las tareas de estado no le permitían verse (Aristide fue primer ministro y ministro de exteriores durante la IGM) y cuando la relación terminó, el enamoramiento sincero de Aristide Briand le dejó un doble poso, la conciencia de ser una mujer atractiva y la seguridad de no saber amar. Ha podido tener relaciones sensuales, pero no puede unir amor y sensualidad. Le gustaría amar, pero no sabe, sólo ha recibido sequedad por parte de la familia y luego apareció Leandri…

            Aristide no será su último amante, el que llamará en sus cuadernos íntimos X, un médico casado, amigo tanto él como su esposa desde hace tiempo, será su amor más profundo y más largo en el tiempo, fueron amantes hasta la vejez, lo que no impidió que ambos tuvieran otras aventuras, en el caso de Maríe, mantendrá una relación por un tiempo con Lowenstein, un psicoanalista brillante, 16 años más joven que ella que tiempo después será analista de su hijo.

            A Aristide Briand le comenta con frecuencia que su esposo Jorge es para ella como su hermano. En 1913, tras el asesinato de su suegro, acompañando a Jorge en el duelo, escribe en su diario: Mi marido. Me aburre, me encadena, pero es el único que me amará hasta la muerte. Y así, cuando mi corazón sufre necesita el ancho pecho fiel del esposo. Han pasado otros, otros pasarán y nuestros hijos con ellos, que la vida sonriendo nos arrebatará. Envejeceremos, nos quedaremos solos y entonces, una vez transcurrida la vida, seremos el uno para el otro todo cuanto nos quedará.          

            En 1923, para el príncipe Roland su enfermedad de cáncer ya es terminal. Marie se instala en casa de su padre y lo cuida amorosamente en sus últimos meses, siente que por fin tiene toda su atención y comparte con ella tiempo, lo que siempre echó de menos. Cuando muere, pasa un periodo de tristeza profunda, remueve dolores antiguos por el trabajo de liquidar su enorme herencia, vaciar la casa, donar y dispersar en instituciones sus herbolarios, sus colecciones etnográficas, los más de 100.000 volúmenes de su biblioteca, sus escritos entre los que hay muchos papeles por clasificar. Haciendo esta tarea encuentra un paquete con las cartas que ella le había escrito siendo niña cuando su padre pasó una temporada larga conociendo Estados Unidos. Estaban todas sin abrir y con más de cuarenta años vive este descubrimiento con el mismo dolor que en sus días de infancia vivía su soledad.

            Durante el difícil duelo por la muerte de su padre, se somete a cirugía plástica para corregir sus senos y posteriormente una pequeña cicatriz en la base de la nariz. Ella misma se daba cuenta de que todas estas operaciones eran una señal de su mal estado psíquico y pidió al doctor Laforgue que escribiera a Freud para analizarse con él y el ya mundialmente famoso doctor, que acababa de pasar por la primera de las treinta y tres operaciones que sufrió por su tumor de mandíbula, aceptó tomarla en análisis.

            Su relación con Freud abrió para ella una nueva etapa, encontró un sentido a su vida y también una profesión a la que se dedicó con toda la energía de que era capaz, y era mucha. Fue una colaboradora generosa, eficaz y leal durante toda su vida con su querido maestro. Compró las cartas a Fliess y financió la publicación de la selección que de ellas hizo su hija Anna Freud, con quien tuvo una estrecha amistad. Tradujo muchos de los trabajos de Freud al francés, fue miembro fundador de la sociedad Psicoanalítica de París en 1926 y un año después, de la Revista de Psicoanálisis, participó muy activamente en los congresos internacionales de Psicoanálisis, pero de su trabajo en este campo y de su aportación tanto intelectual como económica a su difusión y su organización institucional les hablará en su intervención Ana Cristina.

            Siempre interesada por la medicina, oye hablar del trabajo del doctor Halban de Viena, biólogo y médico, que solucionaba la frigidez femenina practicando una cirugía consistente en acercar el clítorix al meato urinario. Ella misma publica un trabajo bajo el pseudónimo A-E Najarni en la revista Bruxelles medical para difundir esta técnica. Obsesionada con su frigidez, se somete a esta intervención por el doctor Halban hasta en tres ocasiones. Aunque años después admitirá que ésta no siempre es efectiva, nunca se arrepentirá de haberse sometido a las operaciones ni de haber publicado este trabajo, su título figura en su bibliografía que ella misma preparó.

            Cuando el antisemitismo nazi se extendió imponiendo las irracionales leyes de Nuremberg, financió y organizó además de la salida de Freud con su familia y sus colaboradores de Viena, la salida de, al menos, doscientas cincuenta familias más, por lo que fue reconocida y galardonada al final de su vida por el gobierno de Israel.

            En su historia familiar se reprodujo la trayectoria del abuelo Pierre y el bisabuelo Lucien. Su adorado hijo, el príncipe Pedro, se casó en secreto con una rusa divorciada de origen plebeyo y, ante el hecho consumado, fue apartado del estatus y los privilegios de la familia real. El príncipe Jorge no volvió a relacionarse con él, pero ella no le apartó de su vida y siguió financiándolo. Su hija, la princesa Eugenia de Grecia, tuvo tres hijos de sus dos matrimonios, en sus últimos años, el punto dulce en su vida lo pusieron los nietos con los que procuraba pasar el mayor tiempo posible.

            En 1939 muere Valdemar y Marie escribió el cuaderno titulado El viejo compañero en el que relata desde el principio esa historia de amor única, esa pasión entrañable entre tío y sobrino, aún sintiéndose excluida del duelo y el dolor de Jorge. A la tristeza por la pérdida se une un año después el desarraigo. Marie y su marido, al igual que toda la familia real griega se traslada a Ciudad del Cabo en Sudáfrica durante la Segunda Guerra Mundial donde vivirán como refugiados, cambiando varias veces de residencia. Cuando regresan a Europa una vez concluida la guerra, a pesar de sus frecuentes viajes, ya pasan poco tiempo separados. La vejez y sus dificultades los acercó mucho. En su cuarenta aniversario de boda escribe en su diario que se sorprende de haber convivido con un hombre tan distinto a ella y de haberlo querido tanto.

            Marie Bonaparte murió en 1962, sobrevivió cinco años a Jorge que murió en 1957. Con la meticulosidad con que lo anotaba todo, escribe: quise pasar la última noche de su muerte a solas con mi marido… me inclinaba sobre su frente y lo besaba, no sus labios que él siempre me había negado, y también anotó lo que había puesto en el ataúd: dos banderitas de esmalte danés y griego, su alianza, los cabellos de Valdemar y el San Cristóbal que él le regaló, su cruz y la foto de Valdemar en sus manos. Nuestro grupo familiar a los pies.

            Por este y otros rasgos de profunda honestidad, no es extraño que cuando su biógrafa, Célia Bertin le preguntó a Anna Freud que cualidad otorgaría a Marie Bonaparte si tuviera que caracterizarla con una sola palabra, respondió sin titubear: la rectitud.

 

Francisca Moreno Fuentes

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